Comentario
Para todo el que se interese por la historia del arte resulta evidente el papel de primer orden que desempeña la escuela sevillana de escultura durante el período que se ha dado en llamar Siglo de Oro; a ella pertenecen una serie de maestros de indiscutible valía que supieron aunar en sus obras la extraordinaria calidad técnica y la profundidad religiosa, acordes con el ambiente de su época, plenamente conectado con los gustos de la clientela, más interesada por la obra de temática religiosa que por los encargos de carácter profano, marcando así una diferencia sustancial con respecto a la producción de otros países de Europa.
Otro aspecto diferenciador, aunque común con otros núcleos nacionales, lo constituye el material con que están hechas las obras; la escultura sevillana está realizada en madera policromada, labor de importancia capital, pues de ella depende en gran parte el resultado final de la obra. El proceso debía ser realizado por maestros examinados, pudiendo darse la circunstancia de que el propio escultor fuese también el pintor. En el caso que nos ocupa, algunos de los más notorios pintores del momento serán los encargados de realizar tales menesteres, en estrecha colaboración con el escultor, ejecutando bellísimas labores ornamentales, a veces lentamente perdidas por deficientes restauraciones. Pintores como Francisco Pacheco, Gaspar de Ribas o Juan de Valdés Leal colaborarán frecuentemente con sus colegas imagineros, lo que explica suficientemente la alta calidad técnica conseguida en la mayoría de estas piezas.
El proceso que debía seguirse para policromar una obra de madera era lento y complejo, requiriendo del que lo hiciera una gran pericia técnica; una vez alisada la madera, era necesario rellenar las grietas y huecos, procediéndose luego a cubrir las superficies con varias capas de yeso; el paso siguiente consistía en aplicar una capa de arcilla rojiza muy untuosa, conocida como bol arménico, que servía de base a la pintura propiamente dicha; en ésta se distinguen dos procedimientos: el encarnado y el estofado. El primero se empleaba para dar color a las partes del cuerpo que no iban cubiertas con las vestiduras; el segundo era el destinado a decorar los ropajes. Para ello se cubrían las superficies con láminas de pan de oro sobre las cuales se aplicaba el color, de acuerdo a dos modalidades: una a punta de pincel para las partes decoradas de los vestidos, y otra, más efectista, consistente en rascar con un instrumento apropiado la superficie pintada para dejar al descubierto el oro, siguiendo un dibujo previamente establecido. En ocasiones se logra el máximo esplendor del vestuario con aplicaciones geométricas en relieve imitando labores de recamado, enriquecidas con pedrería.
Antes de introducirnos en el estudio de esta escuela y de sus principales componentes, encabezados por Martínez Montañés, se hace necesario señalar cuáles fueron los antecedentes estéticos que permitieron el florecimiento y la posterior maduración de la escuela sevillana del Seiscientos. El desarrollo económico y la pujanza que experimenta Sevilla a partir del Descubrimiento, al haberse convertido en puerta y puerto de las Indias, se verá reflejado rápidamente en el arte; desde las primeras décadas del siglo comienzan a acudir constantemente a la ciudad maestros de distinta procedencia que buscan el mercado americano y la potencial clientela sevillana, cada vez más atraída por las nuevas formas artísticas que llegan de Italia.
Maestros italianos, franceses y flamencos, conocedores en distinto grado de la nueva estética, alternan con artistas llegados de tierras castellanas, que también han entrado en contacto con las corrientes artísticas imperantes en la península italiana, convirtiéndose así en los más cotizados del mercado artístico. Las enseñanzas de todos ellos, unidas al sustrato clásico inherente a la propia cultura andaluza, van a constituir los cimientos sobre los que se levantará la escuela escultórica sevillana.
El último tercio del siglo reúne en Sevilla un plantel verdaderamente notable de escultores a los que hay que considerar como los más directos responsables de los planteamientos artísticos por los que se va a regir la escultura sevillana de la siguiente centuria. De entre ellos conviene destacar a Bautista Vázquez el Viejo y a Jerónimo Hernández, maestro y discípulo, y ambos de origen castellano. La estética que muestran las obras de estos dos maestros es de clara raigambre manierista, plasmada en figuras de elegante compostura, de rostros de idealizada belleza y cuerpos atléticos, que ponen de relieve su extraordinaria valía profesional. Sus retablos evidencian el manejo de los tratadistas italianos, de los que extraen los esquemas de sus ordenadas arquitecturas, convertidas en bellos soportes de esculturas y relieves. Una de las piezas que mejor expresa cuanto decimos es el retablo mayor de la parroquia de San Mateo de la villa cordobesa de Lucena, en el que trabajan los dos maestros desde 1579.
El eco de esta belleza formal se mantiene en la obra de Juan Martínez Montañés, que llega a Sevilla cuando todavía está Vázquez en activo, lo que sin duda repercute en su estética, al tiempo que se deja sugestionar por algunos de los modelos creados por Hernández, como bien se aprecia en varias de sus obras. Coincidirá en el tiempo con otros maestros formados en la órbita de los anteriores, como Andrés de Ocampo, Juan de Oviedo o Gaspar Núñez Delgado. De entre todos ellos brillará con luz propia nuestro artista, que será quien llene con su arte la primera mitad del siglo XVII.